Veintinueve
Lo vio en su mecedora cuando entró a la habitación, parecía dormido. Marisol supo que no lo estaba. Lo escuchó llegar a la casa unos minutos antes, mientras quitaba la ropa del tendedero.
— ¿Qué te vas?
— No — respondió adormilado —. ¿De que hablas?
— De que te vas — dejó la ropa sobre la cama —.
— ¿Irme a dónde? ¿Quién te dijo eso?
— Nadie — respondió —, lo soñé. Era un día caluroso y muy soleado como los de ahora, llevabas tu camisa azul. Con un beso grande te despediste.
Ernesto la contempló desde su mecedora, ella doblaba las camisas de él. Volteó a verlo, Ernesto sabía de que se trataba. Llevaba días así, llorando a escondidas durante gran parte del día y tomando té de azares por las noches.
— Los sueños no son tan reales — dijo él rompiendo el nudo en su garganta —.
— Era un día muy soleado, te despediste de mi y te fuiste calle abajo, rumbo al camino grande. Sin prisa. Con tu sombrero de palma en una mano, con la otra me decías adiós — las lágrimas brotaron de sus ojos —. Un adiós irreversible, un adiós que para mi era un jamás volveré.
Marisol guardó silencio, el llanto se había anudado en su garganta. Ernesto sabía lo que había sucedido con su padre el día en que se fue y nunca más volvió. Permaneció callado, no pudo ni levantarse e ir con ella.
— Llevabas puesta tu camisa azul, tu cara estaba limpia. Yo creo que no sabías ni a donde ibas, pero te ibas, con la mirada perdida entre las piedras del camino. Solo me besaste y así sin decir nada te fuiste caminando.
— No iré a ninguna parte.
— Espera, te dije, pero ni siquiera volteaste ¿qué no sabes de los problemas que hay del otro lado? Te grité, pero ya ibas muy lejos.
Guardó las camisas en el cajón y comenzó a colgar los pantalones en sus ganchos.
— Es el muro, el que quieren construir en la frontera — se sentó en la cama, frente a él —. Además la migra se esta poniendo bien dura, matan sin razón. Tan solo es su estúpida frontera.
— No voy a irme, me quedaré contigo, aquí a tu lado, hasta el último de mis respiros — dijo Ernesto —, no me iré.
— No solo eso — continuó Marisol mientras secaba sus lágrimas —, quieren aprobar una ley que lo único que va a lograr es acabar con la vida humana, de los inmigrantes, tu vida.
Ernesto se levantó de la mecedora, tomó las manos de su mujer, estaban frías y temblorosas. Se hincó frente a ella.
— No voy a irme para el otro lado, me quedaré aquí — le dijo con ternura, suavemente apretó sus manos —. A mi no me van a llevar los extraterrestres en medio del desierto.
Una tímida sonrisa iluminó su rostro, lo besó en la boca y recargó su cara en su pecho.
— Que bueno que no te vas, mañana cumplo veintinueve.
Octavio g. Ledesma. 03122007
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